Free time |Libre|

Un día libre, benditos eran. Aunque generalmente los domingos tampoco solía haber mucha actividad en Hogwarts, siempre se agradecía tener un poco de tiempo libre para invertirlo en uno mismo. Sin horarios, ni cosas que corregir, ni alumnos a los que controlar. Además, tampoco es que yo fuera una de esas mujeres de avanzada edad que acostumbraban a ser profesoras de Hogwarts y, más de una vez, me habían confundido con una alumna de último curso. Así que ese domingo soleado –aunque aun se vislumbraban restos de una nevada anterior- había decidido pasar mi día libre recorriendo las calles de Hogsmeade.

No me había levantado temprano, más que nada por que odiaba madrugar, y había llegado casi justa a la comida que se celebraba diariamente. No acostumbraba a tener mucho apetito, y mis refinados modales franceses distaban mucho de los que mostraban personajes como el bonachón de Hagrid, así que tras comer un poco de pollo con patatas asadas me había dedicado a otros quehaceres.

Caminé por los pasillos de Hogwarts rumbo a la entrada, vestida con una elegante y vaporosa túnica azul, que llamó la atención de más de un alumno. Mi abrumadora belleza mezclada con esa pizca de veela que corría por mis venas, solía asegurarme no pasar desapercibida. Saludé a un par de alumnos e incluso me encontré con algunos de mis primos, pero tenía demasiados planes como para perder el tiempo en conversaciones superfluas, así que no me molesté en pararme en ningún momento. Sabía que eso solo acrecentaba la fama de inalcanzable que circulaba por Hogwarts sobre mi persona, pero las habladurías de la gente no eran algo primordial en mi vida.

Y después de un corto y entretenido viaje, llegué al pueblecillo. Una brisa fría removió mi brillante cabello dorado, y reincorporé mi capa celeste para que abrigara más de lo que acostumbraba. Después de pasear durante varios minutos, di con las Tres Escobas, donde Madame Rosmerta atendía a sus clientes. La saludé con un educado asentimiento de cabeza y, tras pedir una cerveza de mantequilla, me dirigí a la mesa más alejada del gentío. Una vez me hube sentado sobre la sencilla silla de madera, saqué una novela francesa que había llevado conmigo todo el viaje, y mis penetrantes ojos azules empezaron a recorrer sus líneas mientras disfrutaba del brebaje.